martes, 6 de octubre de 2015

CONTRATIEMPO



Andrés se ha levantado temprano. Tenía que asistir, de uniforme, a un acto oficial durante el que iba a recibir una condecoración.

Había quedado con algunos compañeros; con antelación suficiente. Tras preparar la ropa, lustrar los zapatos una vez aseado a conciencia, al llegar a su coche comprobó que, aunque él iba impecable, el turismo estaba lleno de un polvo rojizo acumulado con motivo de sus paseos por el campo, a bordo del 4x4.

Apremiado por el tiempo, repostó llenando el depósito de gasoil hasta la boca y, de forma inmediata, metió el todoterreno en un túnel de lavado. La empleada de la gasolinera, tras cobrarle el combustible, consiguió venderle medio queso, un bocadillo, una botella de vino de Toro y un décimo de lotería. Tras cada oferta lo llamaba  reiteradamente “caballero”; le entregó una placa de plástico, con forma de tarjeta gruesa, que había que introducir en la ranura de una máquina ubicada junto al mencionado túnel para el activado del mismo.

Tras colocar el coche, una vez introducida la placa en la máquina, el robot cuadrado, armado de difusores de agua y jabón y grandes mopas giratorias, le  indicó con un texto iluminado que debía mover el coche un poco más hacia delante. Lo colocó, pero tuvo que volver a la receptora de la placa porque el sistema no funcionaba. Movió la tarjeta y, de pronto, como a traición, el robot del túnel empezó a funcionar. Corriendo, de vuelta al coche, que se había dejado abierto, se metió en el interior para evitar una ducha. Dentro del coche notó como que se movía y tiró del freno de mano, pero era una falsa sensación, pues lo que se desplazaba era el robot a lo largo del vehículo, yendo hacia atrás echando agua y moviendo las bayetas rotatorias de forma amenazadora.

De pronto, empezó a entrar agua por las ventanillas; al cerrar las puertas había olvidado que estaban bajadas, pero ya no podía salir. La única posibilidad de mover los cristales y cerrarlas era activando la llave de arranque, pues el elevalunas es eléctrico. Así lo hizo, pero no antes de que un buen chorro de agua enjabonada empapara su camisa blanca. Al activar el elevalunas para subir los cristales se levantó la antena de la radio, también accionada por motor eléctrico, en el momento en que los trapos giratorios la engancharon y la arruinaron, dejándola con forma de Z.

En cuanto el cacharro dejó de echar un ciclónico chorro de aire caliente, arrancó el motor y salió, nerviosísimo, del túnel de tortura. Enseguida enderezó como pudo la antena para no resultar su coche limpio tan llamativamente ridículo, pero, antes, al bajar, se le enganchó el cinturón de seguridad en el pie derecho y vino a caer de cabeza, cerca de donde le esperaban sus compañeros de viaje. Al caerse dio con el pié en la palanca mando del parabrisas, que se activó con su repetitivo ruidoso vaivén, lo que, por si alguien aún no hubiera reparado en él, hizo que los que le esperaban se acercaran desde lejos, pensando que había sufrido un desvanecimiento.

Tras alguna maldición, se limpió con unas toallitas que llevaban lanolina y se sacudió el pantalón.

El jabón, por suerte, no dejó lamparones en su camisa blanca. Todos llegaron a tiempo y nadie, excepto él, fue consciente del ridículo de su comportamiento. Solo, de vuelta a casa, tras el acto solemne, iba riéndose  ligeramente mientras recordaba lo sucedido; pensando que, de veras, era un desastre, considerando para sí, consolado, que otros lo son en otros aspectos.

Luego, al colgar la ropa en el perchero, su mujer reparó en el hecho de que el pantalón tenía un siete en la rodilla; le recriminó que no tuviera cuidado de las cosas; incluso su torpeza la achacó a su edad, reprochándole que cuando era más joven no sufría tales descuidos. Él pensó para sus adentros que siempre había sido la personificación del despiste total y, sin explicar que el pantalón se hubiera roto al caerse de cabeza desde el todoterreno con el pie enganchado en el cinturón de seguridad, cambió de conversación para olvidar el contratiempo.

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