viernes, 2 de mayo de 2014

LA MANO DE FÁTIMA.

Cada mañana suelo empezar el jornada en la vía verde. En invierno, con noches largas, espero el amanecer a la mitad del tramo. En mi coche, estacionado, orientado junto al camino. En las noches largas del invierno es dificil reconocer a los caminantes. Ahora, con los días más largos, se ve a la gente que, de tanto ir cada mañana, acabas conociendo. En general, los caminantes solitarios son amigables cuando se cruzan con otros, de los que acaban haciéndose conocidos.

Ahora la vía está a las siete y media llena de sol naciente, y la brisa fresca de la mañana mueve las copas de las acacias, arracimadas de flores, formando una cubierta blanca y verde a lo largo del recorrido, en un espectáculo de belleza desbordante.

En junio de hace dos años tuve que ingresarme en el hospital, por un dolor muy intenso motivado por una fractura vertebral. Me recibió una doctora amiga que siempre que me encuentra me echa un remiendo y ,con su buen hacer y su cercanía, me ayuda, nos ayuda a todos, quizás más de lo que su obligación le impusiera.

Me dejó en reposo en un box de urgencias. Me llevaron en una camilla a realizarme unas puebas. Para los que no estamos acostumbrados, encontrarte postrado en una cama con ruedas y que te lleven mirando al techo, viendo pasar los extintores de las paredes y las claraboyas, es un tanto incapacitante; entristecedor, quizás por la suerte de no haber tenido que ir y venir mucho en camilla hopitalaria, teniendo por todo horizonte el ruido de las ruedas y el techo de las galerías clínicas.

A la vuelta, enganchado a un gotero y con un tensiómetro automático apretándome el otro brazo, quedé esperando a que mi amiga consiguiera, una vez más, quitarme el intenso dolor de la espalda.

En el box de al lado había una joven pareja. Creo que estábamos apartados del resto de los enfermos por motivos bien distintos. En mi caso porque mi dolencia no era grave pero quedaba cerca del mostrador en que mi amiga iba estudiando papeles y dando instrucciones a los sanitarios. En el caso de los jóvenes del box contíguo, porque, como luego supe, esperaban para llevar a la chica al ala de medicina paliativa, pues, al parecer, su vida se le escapaba definitivamente.

En ese extremo del ala de urgencias, que tenía pocos enfermos por entonces, estábamos en relativo silencio. Reflexionaba para mi cómo nacer, morir, sufrir, vivir es tan importante y cómo nos engaña la edad, como dice la esfera del reloj falso de Florencia.

 Pensaba en el dolor físico y en el dolor del alma. En lo insoportable que pueden ser ambos a veces, pero en la mayor dificultad para recuperarse de los desgarros del espíritu que de muchas dolencias del cuerpo.

Los pacientes de al lado estaban en silencio. Tenían un biombo que les daba cierta intimidad en su desgracia. La chica, en voz baja pero firme, sin expresión alguna de dolor, le pidió a quien la acompañaba:

---"Espérate. Quédate conmigo".

No oí respuesta alguna. Seguimos allí durante unas dos horas, hasta que me enviaron a casa. Mi amiga Ana no suele equivocarse; conmigo siempre acierta y si dijo que la chica estaba mal es que se le acababa la vida.

Aliviado por el dolor que había remitido me fui a casa (me vinieron a recoger) y no pude evitar mirar a través del biombo entreavierto. Un hombre joven, más alto que yo, delgado, con la cabeza rapada, tomaba la mano de una mujer que no pude ver, porque estaba inclinado sobre ella. Si ví su mano, pues me llamó la atención que llevara una pulsera inconfundible, lo que no es normal cuando te ingresan. Esperando para salir, pensaba en mi mejora y en la distinta circunstancia de la chica que agonizaba y de quién la acompañaba, que no sabría decir si era un amigo, un hermano, un novio o un esposo. El único consuelo que a ellos les quedaba no era más que una corta compañía mutua.

Hacía dos días que creía haberlos visto en la vía verde, pero había pensado que no era lo que creía más que una posibilidad remota que me mantenía confundido. Esta mañana, a las ocho, los he encontrado por segunda vez. He detenido el coche a la altura del sitio por el que iban a pasar y he visto, he escuchado a la pareja. Ella, con el mismo tono de las tres palabras que escuché, le decía a él que la esperara, pues el joven iba corriendo ligero por delante, pero juntos, como he descubierto esta mañana, aunque no reparé en ello el pasado martes.

El chico, con su cabeza rapada y más pálido de lo que recordaba, se ha vuelto sonriente; mientras ella le pedía que se acercara para tomar un trago de agua.

Cuando ha levantado  la botella deportiva he visto su pulsera inconfundible con la mano de Fátima.

Están juntos.

Para celebrarlo os regalo un aria de Bach: "Bist du bei mir" (quédate junto a mi).

 http://www.youtube.com/watch?v=6ZaJLvbue3Y