viernes, 16 de octubre de 2015

PENHALTA



Penhalta es un portugués a quien la vida  vino a traer a la entrada de un hipermercado para hacer de portero y conserje de las clientas añosas que van cada día a realizar su compra.

Muchas de ellas, rentistas de escasas pensiones, van diariamente a comprar pequeñas cantidades de alimentos, pues viven solas y en el ritual de la compra ahorran dinero, al evitar sustentos innecesarios que se pasen, al tiempo que se dejan ver otro día más, a modo de fe de vida, pues  consiguen que Penhalta las eche de menos si faltan.

Manuel, que así se llama el ujier limosnero, ha fabricado una rampa de madera que permite a las abuelas subir el carro de la compra, el cual va generalmente vacío, por lo poco que van adquiriendo, al tiempo que, cargando el carro al revés, con lastre de una garrafa de 5 litros de agua, sirve a las ancianas de andador. Cada día las recibe sonriente y les abre la puerta de la gran superficie alemana; las conoce por su nombre y se dirige a ellas en portuñol:

---"Bom día, Dona Helena. Me alegro de verla. Posso ajudar?", pregunta mientras toma el carro de la parroquiana y abre la puerta de acceso al supermercado, sin esperar respuesta de quien en ese acto se siente importante.

Manuel es un hombre que frisa la ancianidad; pasa horas enteras a la puerta del hiper y siempre se presenta aseado hasta donde su situación lo permite y más, que no se deja nunca barba de dos días o lleva sus escasos y entrecanos cabellos despeinados.

 Junto a la jamba del portón está su mochila, en la que se encuentran todas sus  pertenencias.

A todos los que pasan de camino por la calle; por el lugar en que se encuentra a pie firme, da los buenos días; algunos le contestan, otros se hacen los distraídos y algunos, los menos, se paran unos segundos para responder al saludo, intercambiar unas rápidas palabras y ofrecerle alguna moneda que generalmente no sobrepasa el  medio euro y es recibida con una sonrisa reverente.

Al final de la tarde, Manuel ha conseguido una magra colecta de los céntimos que las compradoras van entregándole de lo poco que ellas tienen; siempre ofrece, en cambio,  un gesto de cortesía y amabilidad; incluso cuando nada recibe de quien casi nada tiene y a los que cruzan por la acera, delante de él sin responder, despide con su consabido "Adeus. Bom día".

Luis, el dueño de una churrería que se encuentra justo en la acera opuesta, le ofrece por la mañana un café muy largo de leche y una rosca caliente que, siempre, Manuel paga dejando calderilla sobre la barra, aunque el patrón no le acepta el euro y medio del desayuno que para Penhalta significa dos horas de plantón. Luis es un hombre serio, de pocas palabras; cualquiera creería que desde lo que parece una medida antipatía, ofreciera a Manuel, de mala gana, el desayuno de cada día; pero es solo un tipo adusto, de buen corazón y formas distantes que ayuda, sin dárselas de cariñoso,  a quien ve helado en la acera de enfrente, simplemente porque su negocio y su conciencia le llevan a cumplir lo que para él no es mera caridad, sino obligación ineludible.

---"Luis, ¿El portugués desayuna aquí todos los días? ¿Sin pagar? ¿Con esas pintas?", preguntó en una ocasión un funcionario que de siempre venía a desayunar chocolate con un churro.

---"El portugués viene porque sabe que en ese rincón del mostrador hay una leche manchada y una rosca caliente. Yo le hago una seña a través del ventanal. Si paga o no son cuentas mías. De crío me explicaron que enseñar al que no sabe, dar de beber al sediento, dar cobijo a quien no tiene techo o comida al hambriento son asuntos que no se discuten. Si alguien no está de acuerdo, ahí tiene la puerta y tampoco hace falta que vuelva por aquí".

 Una chica gordita de la sucursal de la cadena de alimentación, al final de la jornada le saca en una bolsa una baguette bien fría y, dependiendo de los días, sobras de embutidos que sirven al portero para agenciarse un bocadillo grande. A Manuela, la chica cordial que se llama como su conocido, le pide éste a veces una cerveza, pero ella no se la entrega, porque considera que eso ya sobrepasa lo que puede entenderse por entrañable caridad, aunque sí le ofrece agua del grifo; lo que no impide que Penhalta, en cuanto Manuela vuelve a sus labores, se escurra hacia  la tienda de chinos que hay detrás de la manzana y se haga con una litrona con que mojar la única comida del día.

Durante el pasado invierno Manuel estuvo desaparecido casi dos meses; pues cayó enfermo de neumonía por el frío acumulado en sus huesos mientras ejerce su oficio callejero de portero voluntario.

Por el buen tiempo, a veces duerme en algún banco de los jardines de la zona de copas y aprovecha el fin del botellón para recuperar restos de bebidas que, en el fondo de muchas botellas abandonadas, han ido dejando jóvenes despreocupados por lo que el paso de los años, el alcohol y los golpes de la vida pueden hacer de una persona. Ya un tanto achispado por la mezcla rebuscada, algún fin de semana se le ha oído cantar, rayando el amanecer, sin desafinar demasiado, las estrofas de alguna canción en su lengua natal:

---“A alma ten saudade de um além
que ja esqueceu mas onde foi feliz
Ao corpo presa julga-se ninguém
E o que sofre só no cantar o diz”

Va entonando mientras modula la consabida tristeza del fado y se va refiriendo, a sí mismo, lo que significa la lúcida tristeza de vivir, con una botella casi agotada que apura a cortos tragos; sujeta por la mano derecha y la mochila colgada sobre el hombro izquierdo, camino de algún cajero en el que dormitar hasta entrada la mañana, pues en domingo descansa.

martes, 6 de octubre de 2015

CONTRATIEMPO



Andrés se ha levantado temprano. Tenía que asistir, de uniforme, a un acto oficial durante el que iba a recibir una condecoración.

Había quedado con algunos compañeros; con antelación suficiente. Tras preparar la ropa, lustrar los zapatos una vez aseado a conciencia, al llegar a su coche comprobó que, aunque él iba impecable, el turismo estaba lleno de un polvo rojizo acumulado con motivo de sus paseos por el campo, a bordo del 4x4.

Apremiado por el tiempo, repostó llenando el depósito de gasoil hasta la boca y, de forma inmediata, metió el todoterreno en un túnel de lavado. La empleada de la gasolinera, tras cobrarle el combustible, consiguió venderle medio queso, un bocadillo, una botella de vino de Toro y un décimo de lotería. Tras cada oferta lo llamaba  reiteradamente “caballero”; le entregó una placa de plástico, con forma de tarjeta gruesa, que había que introducir en la ranura de una máquina ubicada junto al mencionado túnel para el activado del mismo.

Tras colocar el coche, una vez introducida la placa en la máquina, el robot cuadrado, armado de difusores de agua y jabón y grandes mopas giratorias, le  indicó con un texto iluminado que debía mover el coche un poco más hacia delante. Lo colocó, pero tuvo que volver a la receptora de la placa porque el sistema no funcionaba. Movió la tarjeta y, de pronto, como a traición, el robot del túnel empezó a funcionar. Corriendo, de vuelta al coche, que se había dejado abierto, se metió en el interior para evitar una ducha. Dentro del coche notó como que se movía y tiró del freno de mano, pero era una falsa sensación, pues lo que se desplazaba era el robot a lo largo del vehículo, yendo hacia atrás echando agua y moviendo las bayetas rotatorias de forma amenazadora.

De pronto, empezó a entrar agua por las ventanillas; al cerrar las puertas había olvidado que estaban bajadas, pero ya no podía salir. La única posibilidad de mover los cristales y cerrarlas era activando la llave de arranque, pues el elevalunas es eléctrico. Así lo hizo, pero no antes de que un buen chorro de agua enjabonada empapara su camisa blanca. Al activar el elevalunas para subir los cristales se levantó la antena de la radio, también accionada por motor eléctrico, en el momento en que los trapos giratorios la engancharon y la arruinaron, dejándola con forma de Z.

En cuanto el cacharro dejó de echar un ciclónico chorro de aire caliente, arrancó el motor y salió, nerviosísimo, del túnel de tortura. Enseguida enderezó como pudo la antena para no resultar su coche limpio tan llamativamente ridículo, pero, antes, al bajar, se le enganchó el cinturón de seguridad en el pie derecho y vino a caer de cabeza, cerca de donde le esperaban sus compañeros de viaje. Al caerse dio con el pié en la palanca mando del parabrisas, que se activó con su repetitivo ruidoso vaivén, lo que, por si alguien aún no hubiera reparado en él, hizo que los que le esperaban se acercaran desde lejos, pensando que había sufrido un desvanecimiento.

Tras alguna maldición, se limpió con unas toallitas que llevaban lanolina y se sacudió el pantalón.

El jabón, por suerte, no dejó lamparones en su camisa blanca. Todos llegaron a tiempo y nadie, excepto él, fue consciente del ridículo de su comportamiento. Solo, de vuelta a casa, tras el acto solemne, iba riéndose  ligeramente mientras recordaba lo sucedido; pensando que, de veras, era un desastre, considerando para sí, consolado, que otros lo son en otros aspectos.

Luego, al colgar la ropa en el perchero, su mujer reparó en el hecho de que el pantalón tenía un siete en la rodilla; le recriminó que no tuviera cuidado de las cosas; incluso su torpeza la achacó a su edad, reprochándole que cuando era más joven no sufría tales descuidos. Él pensó para sus adentros que siempre había sido la personificación del despiste total y, sin explicar que el pantalón se hubiera roto al caerse de cabeza desde el todoterreno con el pie enganchado en el cinturón de seguridad, cambió de conversación para olvidar el contratiempo.